La estampa navideña en mi casa solía ser divertidísima. Primero la exquisita cena preparada por mis padres (manos de santos que tienen los dos). El postre, la charla y... la música.
La música siempre estuvo presente en nuestras noches buenas. Primero, de entrada, el villancico de mi abuela María, que hablaba de una madre de nombre homónimo que buscaba una cunita para dormir a su hijo. Imposible arrancarlo de la memoria. Poco a poco nos íbamos animando. Mi abuelo no tardaba en coger un par de cucharas y un cuchillo para inventar un maravilloso instrumento con el que acompañar la melodía. Luego llegaban la guitarra, los villancicos de Lepe, mi abuela con la baba caída cuando cantábamos María la Portuguesa y mi abuelo marcando ahora el ritmo, repiqueteando con los nudillos en la mesa.
Lo de mi abuelo era el ritmo. Trabajó durante años como batería de una orquesta, antes de convertirse en maestro redero, profesiones ambas que a mí siempre me parecieron fascinantes. De ahí que todos le llamaran Antonio 'el jamba' (el jazz-band, pero en isleño). Mi abuela María contaba unas historias preciosas, de pobres y ricos, de gente buena, de sonrisas y llantos...
Cómo los hecho de menos en esta nostágica tarde en que las luces anuncian la presencia de otra Navidad en que siguen faltando los que ya no están y las fiestas en casa jamás serán lo mismo.