La película
El Cuervo 2. Ciudad de Ángeles marcó mi adolescencia. Y no porque sea un peliculón, sino porque se convirtió mi único refugio en madrugadas de imsomnio en las que lo daba todo por perdido. Muy sufrida yo, sí señores. Teñí mis cabellos dorados de negro azabache, perdí un puñado de kilos, y me dediqué a escribir, a leer a Gabriel Celaya y a ver
El Cuervo una y otra vez. Me aprendí cada palabra que recitaban Vincent Perez, Iggy Pop y compañía e hice mía la historia, los personajes. Me hice amiga de los cuervos, esos pájaros de mal agüero con los que me sentí tan identificada. Y, cómo no, les dediqué una serie de poemas. Éste es el primero, mi favorito.
En la oscuridad más absoluta,
paz sepulcral y nocturna,
tiemblas, ave triste,
triste voz que ya no puede
gritar tu melancolía.
El regreso a un mundo
de mortales.
¡Oh, cuervo,
que absorbes toda mi luz!
¡Pájaro de carbón
y ojos eternos,
no te vayas de mi corazón metálico!
Sigue bebiendo la esencia
de mi alma gastada
por el paso de un amor
hecho jirones.
Deja que extienda mis sueños
como tus alas oscuras
en medio de mi noche,
casi tuya.