martes, noviembre 21, 2017

El deseo


Desperté de repente en medio de aquel sueño extraño. El silencio lo invadía todo. La luz, tenue y dormecina, sobrevolaba las esquinas de la casa, sin querer posarse casi. Allí, al fondo del pasillo, tú.
Iniciaste entonces la carrera hacia mi boca. Llegaste. Besaste. Mordiste. Lamiste cada palmo de mi cintura. Fue un ataque inesperado, fiero.
Tus manos eran un torbellino de deseo. Me amasaban, como intentado evitar que fuera a escaparme. Cóncavos, tus dedos buscaban llenarse en lo convexo de mi pecho.
Hierve la carne. Tu voz perfecta me susurra al oído. Me derrite al oído. 
Algo va pidiendo a gritos escapar de tu pantalón. Y lo libero (te libero) mientras me tocas. Y te desnudo. Y me desnudas. Somos manos, piel y boca. 
Los ojos brillan en la penumbra. La primera embestida es poderosa. Nos invade el deseo. "Que no se acabe nunca", me dices mientras sales y entras de mí, cada vez más profundo, cada vez más deprisa.
Me rindo. Cabalgo. Me horadas a la cara o por la espalda. Nos faltan manos para agarrarnos tanto. La fiesta de besos sediendos continúa sobre la mesa, junto a la cama, en el balcón, en cada esquina. Estás dispuesto a dejar grabado tu recuerdo ardiente en todos los rincones de la casa. Lo consigues.
Y gimo. Y gimes. Y entras de nuevo para salir un segundo más tarde, en bucle infinito de ardiente deseo. Estallamos juntos, nos convertimos entonces en polvo de estrellas. Y pensamos que podemos morir en ese instante de felicidad plena, de cuerpos enlazados al borde del precipicio. Recuestas a mi lado tu suave anatomía y eres calma. Tú, niño mío, capaz de convertir el infierno en el más seductor de los paraísos.

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